lunes, 26 de mayo de 2008

Tu nombre escrito en piedra.



De nuevo desmonto el presente y arribo al pasado viendo con toda nitidez, cuadro a cuadro, los momentos que compartimos en aquella tu casa blanca, de abundantes detalles chinos, jardín verdoso y cortinas teatrales color sangre… influencia férrea de tu padre.

En mi cabeza recaen ligeros aquellos viajes de verano e invierno –y una que otra distraída primavera–. Vivo, de nuevo, mi llegada a la gran ciudad. Encontrarte impaciente a mi espera, con tu gabán rojizo y con tus alas abiertas, listas para cobijar mi impaciencia de meses por ti, hacían encenderme de luz al encontrar tus ojos y apagarme de un soplido al decir –Adiós–.

Que lindísimas aquellas mañanas friítas donde te metías en mis sueños lenta y con cautela, me tomabas de la mano y en un susurro, casi imperceptible, abrías mis ojos para despertarme con un cálido beso adjunto de –buenos días mijito­– y una caricia en la frente. Despertar era continuar disfrutando contigo el sol, tu perfume, las sonrisas de la gente, la frescura de un nuevo amanecer… y a ti.

Como un enano borracho entraba a la regadera (a veces), y me arreglaba tal como lo dictabas. Veía atento tu agilidad para pintar tu rostro, mientras metía torpemente un calcetín a mi pie. Tú elegías el saco y el abrigo del día y yo encontraba en el comedor el desayuno listo que a prisa preparaste para después irnos a trabajar.

Terminaba el desayuno. Bajábamos las escalerotas de mármol entre el durazno, abrías el portón, me tomabas de la mano y emprendíamos camino a tu oficina. Bella y distante saludabas a tu gente y me presentabas con orgullo a cuanto se acercaba a saludarte. Siempre impecable y de admirable orden tu lugar. Te disponías a teclear agilísima la máquina de escribir mientras yo paseaba por el edificio, admiraba la cantidad de cartas que llegaban a “correos” y paseaba en la bicicleta de los benévolos carteros.

A medio día, terminado mi recorrido se asomaba por lengua mi permiso para visitar el mercadito. Después de una escandalosa persignada me dejabas vagabundear en el folclor defeño donde nunca debía olvidar activar las oreja y mi nariz. El color nunca faltaba. Riquísimos antojitos eran freídos y preparados por simpáticas señoras regordetas y gritonas… zzzzzz…se oían los comales.

De paso en paso. Por el bochornito de los rosados toldos me quitaba el sweater; juguetes baratos, globos, raspados de todos sabores, algodones y dulces, cualquier cosa de esas se volvían de ley si llevabas a un niño a ese pequeño universo, excepto a mí. Yo paseaba, me gustaba ver a la gente, caminar con admiración y perder el tiempo sin preocupación.

Seguro estás pensando en delatarme, pero lo puedo hacer solo. Bien, mi pecado era pedir que me compraras una extraña mascota: peces, ranitas, tortugas, arañas, viboritas y cuanto bicho se cruzaba por mis ojos, era una solicitud explícita; lo siento. Pero no me culpes, tú también tenías tu delirio ¡no te hagas!, tus plantitas (y plantotas) en casa no podían faltar. Que días.

Te dejo, sólo por unos instantes, no te preocupes, en mi mente estás siempre protegida. Tengo ahora que desmontar el pasado y esperar en presente otro verano para que vengas en pronto futuro a llenar mi presente.

Mi cómplice: gracias por ser yo el protagonista de tu historia y tú de la mía. Tu nombre, prometo, escrito en piedra.

Te amo, abuela.

J.C.




Nota... esta foto es prestada por el buen "Chuy", un saludo.